Cuando vienen y se quieren quedar conmigo, escribo cuentos y los dejo aquí.

viernes, 30 de octubre de 2015

Umbral



Me llamo Olga Espinal, dijo extendiéndome una mano firme. Tú debes ser Lena, agregó sin preguntar. Yo la había visto venir desde la esquina con un paso decidido y al mismo tiempo receloso. Tenía ese andar de los que se obligan a enfrentar el mundo, pase lo que pase. Aunque sólo usaba unos pantalones color caqui y una camisa de algodón blanco, se notaba a leguas que ya no pertenecía.
Llevaba el pelo recogido en una cola baja desde la que su pelo se desparramaba bajándole por la espalda en un reguero de bucles negros. Una línea de canas partía del centro de la frente y marcaba un camino plateado de punta a punta que era lo único cierto en aquella maraña de rizos. De lejos parecía más alta porque se notaba que había aprendido a andar erguida y que sabía sacarle provecho a los breves tacones que usaba con soltura. Pero al verla de frente me di cuenta de que era más bajita que yo.
Cuando le indiqué que pasara adelante dudó y se paró en el umbral a dejarme pasar. Era como si, en lugar de amabilidad y buenas maneras, necesitara a alguien que le dijera por dónde andar y qué hacer sin ninguna pérdida de tiempo. Estaba claro que había venido a cumplir con un trámite y que quería hacerlo lo más pronto posible. Le ofrecí agua y café. Dijo que no, que gracias, que no le entraba nada en el estómago desde el día anterior. Recordé que Patricia me había contado que la había buscado en el aeropuerto y que había sido un trayecto tenso. Unos motorizados las habían rodeado en la cola de la autopista.
No debe ser fácil volver después de tanto tiempo —dije para acortar el silencio mientras atravesábamos pasillos y puertas y oscuras escaleras.
No respondió. Se sentó en la silla que le indiqué. Sacó del bolso un abanico blanco y comenzó a echarse aire respirando hondo. Los calorones, me dijo, la menopausia. Entré en la sala y revisé que hubieran hecho todo como lo había indicado. Desde temprano en la mañana había supervisado yo misma que ese espacio estuviera listo para recibirla. Era una amiga de toda la vida de Patricia y de Sere y era lo menos que podía hacer. Mientras daba órdenes a los dos asistentes y movía muebles y cambiaba sábanas reconocí, una vez más, que hasta para mostrar los muertos teníamos distintos escenarios. Acomodábamos un espacio casi íntimo para los nuestros. A los otros los dejábamos ver tal como estaban. Sin ninguna ceremonia.
Me acordé de aquella mujer que vino un día a reconocer a su hijo mayor y en el mismo momento se encontró entre los caídos del fin de semana al menor. Todavía me resuenan en los oídos sus gritos de impotencia. La hicimos entrar en una sala en la que estaban todos juntos. Nadie se había tomado la molestia de cubrirle la cara a los demás. Creíamos que sólo importaba el cuerpo que venía a reconocer y que, en medio de su dolor, no se fijaría en los otros cadáveres que esperaban también a sus familiares. Nos equivocamos tanto que ya apenas nos damos cuenta. Y la culpa se nos amontona en la memoria como los cuerpos amoratados que desalojamos cada tanto para dar paso a los que van llegando.
Le pregunté si estaba lista y dijo que sí con la cabeza mientras se levantaba de la silla. Esta vez yo me quedé en la puerta y le di paso. Entró sin apartar la vista de la camilla cubierta con una sábana verde. Se paró a un lado con las manos cerradas en puño apretando el bolso de lona que le cruzaba el cuerpo y le servía de escudo. Tenía una mueca tensa en la cara. Era un gesto que yo había visto muchas veces. Me sorprendía siempre preguntándome si había en aquel gesto un último ruego, una esperanza. Que no sea él. Que no sea ella. Hasta el último minuto todos esperan que no sea verdad.
Le volví a preguntar si estaba lista. Esta vez dijo que sí con una voz gruesa y seca, atragantada. Levanté la sábana y la doblé a la altura del cuello, cuidando de que no quedara a la vista la incisión de la autopsia. La oí respirar hondo y vi cómo su cara se fue transformando. La esperanza que tenía de encontrarse con alguien desconocido seguía allí al mismo tiempo que se iba trasmutando en otra cosa. Una revelación. El anuncio contundente de una verdad irremediable. Y después el dolor. Un dolor neto.
No sé por qué comencé a hablarle de las heridas. Me escuché decir que había sido la cercanía del disparo y la trayectoria y el punto exacto en el que habían impactado los perdigones lo que le había causado la muerte. Cuando entré por la ancha avenida de ese discurso forense que convierte a la muerte en un procedimiento ya no pude parar. Mi voz sonaba como un manual de instrucciones. Seca, inhóspita. Iba sola, por su cuenta, y yo no tenía ningún control sobre su impulso de seguir adelante explicando el horror como quien describe un mecanismo de relojería. Dije que sólo habían pasado unos pocos segundos antes de que perdiera la conciencia. Que tal vez no había sentido dolor alguno.
Fue su cuerpo golpeando contra el piso helado lo que me hizo callar. Se había derrumbado en un segundo. No tuve ni tiempo de impedir que se golpeara el codo, el hombro, el pómulo izquierdo. Pedí ayuda y la sacamos a la salita de espera. La revivimos con un poco de vinagre y le dimos agua con azúcar. Es ella, me dijo, como si eso fuera lo único que le quedara claro. Patricia ya había venido a reconocerla y todo aquel trámite era innecesario. Ella lo sabía y aún así ahí estaba. Hace mucho tiempo aprendí que no hay manera de evitarle el dolor a los que pierden a alguien. Sólo se puede aceptar la muerte mirándola de frente. De otra manera resulta inverosímil.
Me senté a su lado y le expliqué los trámites pendientes. Eran frases que me permitían sentirme a salvo. Las había repetido muchas veces y acumulaba varias versiones, previendo las particularidades de cada caso. Esta vez se trataba de un cuerpo que iban a llevarse al interior, así que recité los detalles del procedimiento. Ella me escuchaba mirando el piso o la punta de sus botas gastadas. De pronto me interrumpió y comenzó a hablar como si oyera el dictado de otra voz que le llegara desde el hueco oscuro en el que había caído.
No quiero saber, me dijo. No quiero saber cómo fue ni cuánto sufrió ni si hubo minutos o segundos entre el disparo y la pérdida total de conciencia. Ese es un saber con el que no quiero tener ningún trato, me dijo. Prefiero la ignorancia. Guárdese los detalles para los informes, las planillas, los expedientes y devuélvame el cuerpo de mi hermana lo más rápido posible. Eso es todo lo que he venido a hacer aquí. He venido a sacarla de este infierno y a llevármela conmigo, para enterrarla al lado de sus padres y sus abuelos. Lejos.
El bolso de lona esperaba aplastado en la otra silla. Cuando terminó de hablar se paró como dando por terminado el encuentro y preguntó qué tenía que firmar. Era la misma y sin embargo se había transformado en otra. Había cruzado ya al otro lado y estaba entrando en ese lugar en el que se aprende a vivir mutilado, incompleto. El dolor de la pérdida no la abandonaría nunca más. Eso también lo había visto ya tantas veces. No la compadecí. Más bien la admiré por haber logrado dar el salto tan pronto. Muchas se quedan para siempre en el umbral sin cruzarlo nunca.
La acompañé a la salida y le ofrecí comprarle un café en el quiosco de la esquina. No sé si aceptó para evitar parecer demasiado ruda o si lo hizo porque de verdad necesitaba tomarse algo que la sacudiera un poco. El café de la señora Cristina era cerrero y dulcísimo. Al probarlo Olga hizo un gesto de empalago que intentó disimular. Pero doña Cristina lo agarró en el aire y le preguntó si quería un chorrito de leche. Ella negó con la cabeza y trató de sonreir. No estoy acostumbrada al café con azúcar, dijo con toda la amabilidad que pudo juntar. Es papelón, mi amor, le respondió orgullosa la dueña del quiosco.
Escuchamos por un rato la enrevesada explicación sobre las bondades del papelón y aprovechamos la llegada de otros clientes para irnos apartando lentamente de aquel sermón que parecía eterno. Sere ya resolvió todo lo de la funeraria y el traslado, le dije a modo de despedida. No te preocupes, le insistí. Le repetí los plazos y los tiempos porque no estaba segura de que me hubiera escuchado. Me pareció que no sabía qué hacer ni para dónde ir y le ofrecí acompañarla hasta la parada de taxis que estaba dos cuadras más abajo.
Me dijo que no hacía falta, que conocía bien la zona y que quería caminar un poco. Intenté convencerla de que no era una buena idea. Le dije que Caracas ya no era un lugar seguro a ninguna hora del día. Sin saber por qué comencé a contarle de un atraco que había sucedido un par de días atrás y que había terminado en una tranca horrorosa que duró toda la tarde. Me miró con una honda desesperación y me preguntó con todo el cuerpo ¿qué más me puede pasar?
La vi bajar la cuesta con paso firme. La ropa, el bolso, los zapatos y hasta el modo como llevaba amarrado el cabello en la nuca la hacían ver como alguien de otra parte. Tuve el impulso de correr calle abajo para acompañarla. Pero me quedé parada viendo cómo se alejaba hasta que la curva de la calle la hizo desaparecer. Seguí escuchando sus tacones  incluso en medio del estruendo de un autobús que subía en primera escupiendo humo y apagando todos los demás ruidos de la tarde.
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miércoles, 5 de agosto de 2015

Las dos mitades



Mientras la veía elegir la llave de la reja con manos firmes no pude evitar pensar qué estaría haciendo yo en su lugar. ¿Me hubiera metido en la cama y me hubiera negado a salir de ahí por una semana? No. Estaría haciendo exactamente lo mismo. Tal vez dos días más tarde. No sé. Pero tarde o temprano hubiera llegado al apartamento de mi hermana muerta a recoger sus cosas, a mirar por última vez el lugar en el que vivió. Tarde o temprano me hubiera enfrentado a los olores, los objetos, la ropa y los libros, tal como estaba a punto de hacerlo Olga en el apartamento de Carla.
Intenté retrasar aquel encuentro, no porque no creyera que debía ocurrir, sino porque pensaba que era demasiado pronto. Y porque nadie había entrado allí desde que Carla salió de su casa en la mañana del día en que su tiempo se acabó. Es una estupidez insistir en lo obvio, pero ella no sabía que no volvería. Así que salió sin despedirse, sin tomar previsiones, sin guardar o esconder lo que podía avergonzarla ante ojos extraños. Es verdad que Olga no era una extraña. Pero todos somos hasta cierto punto extraños ante las miradas ajenas, por mucho que esas miradas sean de la gente más cercana.
Cuando entramos tuve el presentimiento de que Olga sintió esa distancia que la separaba de la vida de su hermana. Después de todo, tenían años sin verse. Hablaban. Claro que hablaban. Tal vez una vez a la semana. Y sin duda se escribían al menos una línea cada dos días. Pero la vida cotidiana, que es a fin de cuentas la vida misma, no se comparte a través de fotos o mensajes de texto. La vida es este desorden de ropas y papeles. Una olla dejada sobre la hornilla con un resto de leche. Libros abiertos sobre la mesa.
Olga entró en la cocina primero. Abrió la nevera, donde apenas había un litro de jugo, un queso en un pote plástico, una cebolla y dos pimentones en la gaveta del fondo. Revisó después el freezer. Nada se había dañado, pero había que sacar todo y limpiar la nevera antes de apagarla. Miró la cafetera y la leche sobre la cocina y el plato con la cuchara y la taza que parecían abandonados en el fregadero. Me comentó que habían comprado juntas aquella greca en Roma, la última vez que se vieron. Se agarró fuerte del borde del lavaplatos, como si necesitara recuperarse de un mareo.
Le ofrecí preparar café y me puse a lavar todo sin esperar respuesta. Olga salió de la cocina y se sentó un rato en la mesa del comedor. No podía escucharla mientras lavaba los platos y preparaba la greca para colar café. Pero podía imaginarla observando las fotos, esas fotos que Carla había tomado y que le gustaba imprimir en papel mate y poner entre dos vidrios sin marco para colgarlas en las paredes. Cada vez que yo visitaba a Carla había fotos distintas alrededor de la casa. Aquella era su galería personal.
Cuando salí de la cocina con la cafetera humeante y dos tazas de peltre en una bandeja, Olga estaba mirando un álbum que había quedado sobre la mesa. El álbum guardaba las fotos de los niños que Carla había tomado durante años. Esa había sido, tal vez, su primera idea para una serie. Cada vez que veía un niño le pedía a su madre, si estaba cerca, que le permitiera tomarle una foto. Si el niño estaba solo le pedía permiso directamente. Los había fotografiado en la ciudad y en el campo, en centros comerciales y en terrenos baldíos. Había acumulado cientos de fotos de niños.
Una vez le dije que estaba fotografiando el futuro, me dijo Olga mientras pasaba las páginas y se detenía en una cara o en otra. Entonces Carla me mostró la serie de los viejos, muerta de la risa, y me preguntó si aquello significaba que estaba fotografiando también el pasado. Olga quería sonar, si no alegre, al menos resignada. Pero no le salía. Su tristeza estaba enterrada en cada sílaba. Miró el Ávila azul y verde que asomaba más allá de la ventana. Y luego volvió a recorrer con la vista las paredes.
Ni una foto de ella, dijo. Las únicas fotos que tengo de Carla se las tomé yo misma, siempre cuando estaba distraída. No le gustaba que la retrataran. Prefería estar del otro lado de la cámara. La moda de los selfies no la había alcanzado. Parecía pensar que el mundo era demasiado interesante para perder el tiempo tomándole fotos a la misma cara que veía en el espejo cada día. Lo de ella era descubrir algo nuevo. Mirar hacia afuera, a los demás, a los otros.
En la biblioteca que cubría una pared completa de la sala, del piso al techo, había un estante lleno de álbumes como el que Olga estaba mirando. Allí estaba su serie de viejitos, pero también estaban las series de los bancos de plaza, la de los faroles, las piedras, las ventanas, las hojas, las estatuas, los charcos, los anuncios, los cielos, las cercas de alambre de púas. Tenía buen ojo para mirar y veía todo desde un ángulo propio. Sus fotos decían más cuando estaban juntas que cuando permanecían solas, separadas entre sí. Sus series eran como los distintos párrafos de un cuento o los capítulos de una novela. No tenían sentido por su cuenta sino cuando aparecían junto a otras similares, en aquellas series interminables.
Botones, dijo Olga tocando con la punta de los dedos una cajita de madera pintada de colores. Abrió la tapa y descubrió que adentro había tres piedras. Una gris, una blanca y una negra. Se había inclinado sobre la mesa bajita que ocupaba el centro de la sala, donde estaban algunas de las cajas que Carla había coleccionado desde que era una niña. Eran muchas. No parecía posible contarlas, porque estaban en todas partes. Sobre la mesa había tal vez veinte o treinta. Las demás estaban regadas en los estantes de la biblioteca. Hacía mucho tiempo habían inventado ese juego que era una variante del juego de la memoria. Tocabas una caja y tenías que adivinar qué tenía adentro. Carla se acordaba de cada una de las cosas que guardaba en ellas. Por eso ya no la dejábamos jugar.
Puse dos dedos sobre una caja tallada en piedra y dije hilos. Olga abrió la tapa y me mostró los botones rojos, marrones y negros que había adentro. Entonces, sin intentar adivinar, fue abriendo una por una las cajas. Había cajas de metal y de piedra, de vidrio y de cerámica, de fieltro y de latón, de paja y de madera. Esta es mi favorita, dijo, levantando con cuidado una cajita blanca, tallada en hueso, en la que un gato dormía sobre una silla con la cola estirada hasta el piso. Al levantar la tapa se veía un espacio minúsculo en el que Carla había dejado caer un diente mínimo. Un diente de leche.
Terminamos de tomarnos el café y bajamos al nivel inferior, en el que estaba la habitación de Carla, el baño y un pequeño cuarto de huéspedes donde había un sofá-cama y una hamaca de moriche colgada de una esquina a la otra. La seguí despacio. No quería molestarla, pero tampoco quería dejarla sola. Se paró frente a la puerta del cuarto principal y miró hacia adentro como quien mide lo hondo de un pozo antes de lanzarse. Entró y se sentó en la cama, mirando hacia la pared vacía. La única pared en la que Carla no había colgado ni una sola foto.
No lo vas a creer, me dijo, pero nunca había entrado a este cuarto. La única vez que estuve en este apartamento, Carla me hizo una visita guiada muy rápida. Se paró ahí, dijo Olga señalando el breve rectángulo antes de la puerta, y me dijo ese es mi cuarto. Puso mi maleta en el cuartico en el que dormí un par de noches y me mostró el baño. Me explicó cómo funcionaba la llave de la ducha, que tenía una manía, y me dijo dónde estaba todo. Después subimos a la sala y nunca más volví a ver esa puerta abierta.
Todo el mundo necesita un espacio propio, dije por decir algo. Olga se levantó y abrió el closet. Supongo que le sorprendió, tanto como a mí, ver que los estantes estaban casi vacíos y que había apenas tres o cuatro ganchos ocupados, de los que colgaban dos pantalones y una falda. Aquel vacío parecía contradecir el abigarrado espacio que habíamos dejado arriba. Mientras en la sala se acumulaban fotos y libros, cajas y papeles, cuadernos y letreros. Ahí abajo, en su espacio propio, Carla mostraba su voluntad de despojo.
La casa de arriba parecía pertenecer a una persona diferente de la que vivía ahí abajo. Una era generosa y espléndida, la otra era recatada y austera. La que acumulaba objetos era diametralmente opuesta a la que mantenía sólo cuatro pares de medias y tres sostenes en las gavetas desiertas. Era como si el lado atiborrado de su personalidad necesitara complementarse con una mitad vacía, ocupada sólo por lo indispensable.
No supe en qué momento Olga se desplomó. Creo que sólo me di cuenta cuando la vi en el suelo justo después de alargar la mano y llevarse a la cara una de las pocas camisas que estaban dobladas frente a ella. Me arrodillé y traté de levantarla. Estoy bien, me dijo. No lloraba. Sus ojos estaban secos y muy abiertos. Volvió a oler la camisa y me la pasó. Despedía un nítido perfume a detergente o a suavizante de ropa.
No recuerdo a qué olía mi hermana, me dijo. Ya nunca voy a saberlo.
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martes, 28 de julio de 2015

Historias sueltas



¿Te has preguntado cómo crecen las historias? —dijo Luna masticando un cartílago con el entusiasmo de un perro callejero—. Porque es inútil preguntarse cómo nacen, ¿no?
Glinda se había recostado en la silla de enfrente y trataba de seguir el hilo de las historias sueltas con las que Luna pretendía contarle lo que había pasado en el Barrio Chino. Lo que ella y sus hermanos apenas recordaban.
Uno tiene un recuerdo y después, en las noches en blanco, entre el sueño y la vigilia, uno va rellenando los huecos con detalles.
Luna hacía ruido al masticar, un ruido seco y molesto, como hecho a propósito. Parecía querer anunciar al mundo entero que le importaban poco las normas y los modales. En medio de aquella conversación que duró cuatro días le repetiría una y otra vez que no había que olvidar que éramos animales, que comer y defecar eran nuestros actos más puros, junto con fornicar. No decía fornicar, decía tirar. Pero a Glinda esa palabra le sonaba cruda. Innecesariamente vulgar.
Te puedes imaginar cuántos detalles le he inventado a esos recuerdos si han pasado treinta años y mis noches de insomnio han ido creciendo hasta volverse casi una sola.
No había manera de parar a Luna cuando decidía largarse a contar un cuento. Escuchaba apenas las preguntas cuando Glinda lo interrumpía para precisar algún dato. Casi nunca respondía. Pero si aceptaba considerar por un segundo la pregunta y se animaba a responder, lo más seguro es que se fuera por las ramas y no retomara nunca el hilo de la historia. Esto lo aprendió Glinda el primer día.
Cuando tocó la puerta, Luna le había abierto en franelilla y canzoncillos, con el pelo revuelto y la barba crecida. Glinda le sonrió y le dio un abrazo apretado. Había planeado aquel reencuentro con una meticulosidad obsesiva y finalmente estaba ahí, frente a aquel hombre que le recordaba todo lo que había perdido. Lo soltó y dio un paso atrás para mirarlo bien. En medio de los pelos revueltos y las canas era posible todavía ver el gesto empecinado del viejo Luna, el de antes, el que arengaba a las masas imaginarias con encendidos discursos revolucionarios. Pero estaba claro que ya era otro. Este que tenía enfrente era más un abuelo que un tío.
Soy Glinda —le dijo, tratando de moderar la sonrisa—. ¿Ya no te acuerdas?
Luna había dado dos pasos atrás y había murmurado Ninfa, Martín y Glinda, como quien recuerda una vieja oración casi olvidada.
La última vez que te vi eras de este tamaño —dijo Luna haciendo un gesto con la mano cerca de la cintura.
Tampoco así —había dicho Glinda, todavía en la entrada— tenía ocho años.
Luna se había quedado paralizado frente a la puerta. La memoria de aquellos tres niños con los que había convivido durante meses, tal vez más de un año, le fue cayendo encima como una lluvia repentina.
¿Me vas a dejar pasar? Vengo de lejos.
Luna terminó de abrir la puerta y caminó detrás de Glinda, casi empujándola y haciéndole miles de preguntas. ¿De dónde venía? ¿Cómo lo había encontrado? ¿Qué había pasado con sus hermanos? ¿Qué era de la vida de Blanca? ¿Por qué estaba ahí? ¿Quién le había dicho dónde vivía? ¿Por qué no había avisado que vendría? Algunas preguntas se repetían de diversas maneras y Glinda se dio cuenta de que lo primero que Luna quería saber era quién le había dicho cómo encontrarlo. Ese era el Luna que ella recordaba: paranoico y siempre cuidándose las espaldas.
Viví con tía Olga en Londres por unos meses. Estuve un par de días en Caracas con tía Sere.
Glinda intercalaba estas frases en medio de las preguntas de Luna hasta que se dio por satisfecho y dejó de hacer preguntas para ofrecerle algo de comer. Abrió la nevera y sacó una gran olla con sopa de pollo y empezó a contarle cómo la había preparado.
¿Te acuerdas de la olla que montábamos en el barrio? —repetía Luna en medio de la receta.
Glinda supo desde ese momento que no era necesario responder a sus preguntas y que no debía interrumpir demasiado el borbotón de palabras que aquel viejo solitario le iba a echar encima como un diluvio. Porque bastaba ver el estado de aquella guarida para darse cuenta de lo solo que vivía. No era nada más el desorden ni la falta de limpieza. Era un olor a soledad pegado a todas y cada una de las cosas que lo rodeaban. Porque la soledad huele a húmedo y a polvo, pensó Glinda, que hacía veinte años había dejado de ser una niña de ocho.
Durante cuatro días iban a comer sopa de pollo. Con cambur, con queso, con crema de leche, con ají picante. Pero siempre sopa de pollo. En el almuerzo y en la cena. El desayuno que Luna le ofreció el segundo día fue café solo. Glinda lo acompañó con unas galletas de mantequilla que había traído de regalo y que Luna apenas probó. Los últimos dos días Glinda había logrado comprar pan dulce y huevos en la panadería del pueblo a donde se acercó caminando a primeras horas de la mañana, cuando Luna todavía estaba durmiendo. Bastan apenas cuatro días para que se establezca una rutina, pensó Glinda esa mañana mientras desayunaba, sintiendo que había vivido en aquel lugar toda su vida.
El anexo diminuto en el que Luna estaba pasando sus días por esa época estaba en el sótano de una casa más grande. Los dueños eran una pareja de viejitos que tenían la vida entera en aquel pueblo. San José, se llamaba. Y no era más que una calle que subía y bajaba por una loma y se empalmaba con la carretera vieja que iba de Baruta a San Antonio. Un caserío perdido sin plaza ni iglesia, que tenía en el centro un enorme restaurant de carne a la brasa y una panadería y un abasto.
Hasta ahí había llegado Glinda después de mucho preguntar. Nadie quería revelar el paradero de Luna. Todos lo sentían como una traición. Pero ella se empeñó y preguntó hasta que se cansaron de evadir las preguntas. Olga le dio la última dirección conocida y Sere le ratificó que en efecto ahí seguía viviendo. En el medio habían pasado tantas cosas que Glinda estuvo a punto de abandonar la idea de regresar. Pero el recuerdo de Guillermo la obligaba a volver y la tenía como paralizada en un punto del que no podía moverse. Ni para atrás ni para adelante, le había dicho a Olga allá en Londres.
Por eso estaba allí, tratando de recuperar los recuerdos y de llenar los vacíos. Se había estrellado por años contra el silencio de Blanca. Martín se había desentendido. Ninfa ya no estaba. Tal vez por eso Glinda se empeñó en saber más. Ya Olga le había contado el final. Sere le había contado los detalles menores que conocía desde lejos. Ígor le había hablado más de Olga que de Guillermo. La Nena se negaba a recordar. Sólo quedaba Luna. Ese viejo solitario al que todos llamaban por su apellido y nunca por su nombre. El tío Luna le decían para fastidiarlo, porque nunca le gustó que le pusieran ningún título, ni siquiera el de tío.
Al final nunca se sabe si lo que crees recordar te lo inventaste o realmente sucedió —estaba diciendo Luna.
Era el preámbulo que usaba para comenzar a contar cualquier cosa que tuviera que ver con el pasado. Especialmente si tenía que ver con el Barrio Chino. Pero ahora ya no estaban hablando de eso. Después de cuatro días de largas conversaciones, parecía que ya le había contado, de distintas maneras, todo lo que recordaba. Pero la memoria es un bicho extraño y Glinda sabía que solía moverse de costado, al sesgo, como los cangrejos. Por eso le había preguntado por su vida antes del Barrio, antes de Blanca y Guillermo, antes de que Ninfa y Matín y ella nacieran.
Lo que sí te puedo decir es que en esa época no andábamos con el tema de salvar al mundo. Lo que queríamos era levantarnos a las carajitas y, si era posible, convencerlas de que no iban a salir preñadas por tocar y dejarse meter mano.
Luna se reía como si tuviera delante una de esas muchachas ingenuas a las que tenía que convencer de la inocencia de sus actos. Sólo un poquito no preña, decía. Y se reía a carcajadas. Glinda lo escuchaba mientras lavaba los platos y enjuagaba por fin la inmensa olla de sopa ya vacía. Lo miraba de vez en cuando de reojo para sorprenderse cada vez de lo viejo que estaba, del desorden imposible de su pelo casi blanco y de aquellos ojos hundidos en una maraña de arrugas infinitas.
Pero Blanca no se creyó nunca esas mentiras —dijo de pronto.
Y entonces Glinda cerró lentamente la llave y comenzó a secarse las manos sin voltear. No quería espantar el recuerdo.
Blanca era de las que regresaba con el pan cuando nosotros íbamos apenas con la harina —dijo Luna con la mirada perdida en el pasado.
Glinda se removió en la silla, imaginando cómo había sido aquella mujer que nunca terminó de aprender a llamar mamá. Las palabras de Luna le devolvían el cuerpo joven y las ganas de vivir de la muchacha que fue Blanca.
Tenía un culito chiquito y respingado y unas piernas largas y flacas que se veían infinitas cuando usaba tacones y esas faldas tan cortas que quitaban el aliento —dijo Luna, sirviéndose el primer trago de ron del día.
Mientras tomaba despacio contó que Blanca se pintaba el pelo de amarillo y se lo cortaba todo parejo a la altura de la nuca. Parecía un paje renacentista, recordó. Casi un varón, porque apenas tenía tetas. Pero las piernas eran de mujer. Y el culo, dijo, haciendo un gesto ampuloso con la mano que tenía libre. Todo eso lo vimos claramente el día que Sebastián se antojó de ella y empezó a perseguirla con saña. Ella lo toreaba. Le daba cuerda y lo soltaba. Y todos lo veíamos bailar al ritmo que ella le imponía.
Glinda se movió otra vez, como si diera un salto mínimo, porque por primera vez aparecía en las historias sueltas de Luna ese hombre llamado Sebastián, de quien sólo tenía la imagen de una borrosa foto que se había perdido en alguna de las tantas mudanzas. Se moría por preguntarle cómo era, a quién se parecía, cómo se vestía o hablaba, qué le gustaba comer, esas cosas. Pero sólo cambió de postura y trató de no mostrar ningún otro signo de impaciencia.
Blanca hablaba poco de él, más bien nada —dijo en un susurro.
Luna la miró con una chispa de picardía en los ojos y se terminó el resto del ron de dos tragos largos. Pues no me extraña, dijo sirviéndose otro vaso. Nunca supimos si Blanca lo quiso o sólo se dejó perseguir y querer por puro ocio, por falta de una diversión más entretenida. Cuando salió embarazada pensamos que hasta ahí llegaría todo. Algunos pensaban que Sebastián iba a dejarla porque le aterraban las responsabilidades y lo último que quería en la vida era ser padre de familia. Pero las mujeres decían que era ella la que lo iba a dejar con su muchacha el día menos pensado.
Por más que Glinda intentó quedarse quieta, como suspendida en el aire de la tarde que empezaba a apagarse, llegó un punto en que tuvo que ir al baño y salió corriendo, pidiéndole a Luna que siguiera hablando, que ella iba a dejar la puerta abierta para escucharlo. Pero no funcionó. Luna terminó una frase y se quedó callado. Cuando Glinda regresó, Luna había puesto música y se había sentado frente al ventanal a mirar los yagrumos que asomaban en el barranco.
Cuando me mudé para acá todas las semanas veía una pereza. Una o dos, por lo menos. Ahora hace tiempo que no vienen.
Me estabas hablando de Sebastián, de cuando nació Ninfa.
Luna la miró sorprendido, como si no la reconociera, y siguió hablando de las perezas y los yagrumos. Tenía una de esas memorias selectivas y al mismo tiempo exhaustivas. Cuando quería agotar un tema leía y leía sobre lo mismo en la vieja computadora que funcionaba de milagro y que estaba conectada a la red del vecino de al lado. Glinda lo había visto un par de noches atrás conectarse para buscar el nombre de una película de los años ochenta que no lograba recordar. Y había escuchado la larga explicación de cómo la habían filmado y de lo difícil que había sido conseguir financiamiento para terminarla y de cómo se había vuelto al final una de las películas más taquilleras de todos los tiempos.
Por esa misma vía debió haber leído todo lo sabido y por saber de las perezas y los yagrumos y se lo estaba recitando sin orden ni concierto, parado frente al ventanal, con el vaso de ron en una mano y el Marlboro rojo en la otra. Glinda se paró a su lado a escuchar como quien oye llover. Tenía que aceptar todas aquellas historias aledañas, a la espera de los recuerdos que realmente le interesaban. Y mientras las palabras de Luna volvían al tema de Blanca acompañó con paciencia los desvíos, mirando las hojas plateadas de los yagrumos temblando en la neblina.
Bradypus tridactylus es el nombre científico de la pereza de tres dedos, que es la más común. Le dicen también perezoso, calípedes y preguiza. Pasa la mayor parte de su vida en los árboles y baja solamente una vez a la semana a hacer pipí y pupú. Ve tú a saber por qué no puede hacerlo desde arriba. El caso es que baja y cuando lo hace es cuando es más vulnerable, porque no puede caminar sino que se arrastra. Dicen que puede nadar, pero aquí no hay ríos. Pueden tener un hijo al año, aunque no creo que las que viven por aquí sean muy fértiles. En todo caso, más les vale que nadie las vea criando. Porque las matan para quitarles las crías, aunque todo el mundo sabe que no sobreviven, que se mueren por no soportar ningún otro alimento que no sea la leche de su propia madre.
Glinda se había servido un chorrito de ron en un vaso lleno de coca cola con hielo. Estaba exprimiendo sobre el vaso la mitad de un limón cuando Luna pareció haber agotado el tema de las perezas y regresó a la butaca. En la emisora de Jazz que había puesto hablaba un locutor presentando una pieza legendaria. Se sirvió otro trago y se rascó la barba despeinada y rebelde.
Se separaban a cada rato —dijo Luna—. A veces era Blanca la que se iba. A veces el que se largaba era Sebastián. Harto de los desplantes de ella.
Hubo un silencio en el que los dos se miraron como midiéndose. Luna parecía medir qué tanto debía contar. Glinda parecía rogarle que le dijera todo. Todo absolutamente. Sin guardarse nada.
Cuando Blanca apareció con la segunda barriga corrió el rumor de que el padre de la criatura era un tal Rodrigo, dijo Luna. Un argentino echón y hablachento que había llegado de Brasil con una mano adelante y una atrás, contando sus hazañas de montonero huido. Nadie le creía las aventuras insólitas que contaba. Pero a Blanca le fascinó desde el principio aquel acento cantarín y relamido. Y no tardó mucho en pelearse con Sebastián por cualquier razón y largarse con el porteño quién sabe a dónde.
Regresó sola de aquella aventura. Y con una panza de siete meses. Cuando Martín nació Sebastián lo presentó como si fuera suyo y lo crió igual, sin quejarse y sin mencionar jamás que el niño se parecía a su verdadero padre como si fueran dos gotas de agua. Tenía los mismos ojos saltones y verdes, la misma cabeza alargada y el mismo pelo rubio. Era el opuesto absoluto de su padre adoptivo. Pero como Blanca se había pintado el pelo de amarillo toda la vida y tenía los ojos claros, de un marrón aguarapado, casi verde, la gente se cansó de murmurar y dejaron de compararlo con el padre.
Glinda se levantó a prender un par de luces y a montar café en la greca destartalada que Luna mantenía sin lavar desde hacía quién sabe cuánto tiempo. Aunque el ron le soltaba la lengua, prefería que Luna se mantuviera lo más sobrio posible por al menos un par de horas. Luna aceptó el café sin mucha convicción y prendió otro Marlboro. El humo que le salía por la nariz y la boca creaba una nube densa que se le estacionaba en la barba y le impregnaba los mechones desordenados de pelo.
La verdad es que sólo recuerdo pedazos, historias sueltas –dijo Luna sin esperar otra pregunta–. Y no parece haber un hilo que conecte una historia con otra.
Lo siguiente que recordaba era a Blanca con su última barriga. Y después esa niña ensimismada y de ojos inmensos que había sido Glinda. Del padre nunca se supo nada. Ya ni se molestaban en averiguar ni en especular. El misterio había perdido todo encanto. Era simplemente así. Blanca desaparecía unos meses y volvía preñada. Por eso la última vez que desapareció, dejando a los niños con Guillermo, porque Sebastián también se había borrado, a nadie le extrañó. Todos pensaron que en unos meses regresaría, preñada otra vez.
Y eso fue lo último que supimos de ella —cerró Luna—.
Su enorme cabeza se fue inclinando hacia un lado y en un par de minutos ya estaba roncando. Glinda le quitó el cigarro de una mano y la taza de café de la otra. Luna se removió en la butaca y con voz pastosa pronunció dos frases que tal vez no hubiera dicho si no hubiera estado más dormido que despierto.
Tu mamá era una grandísima puta. Esa es la pura verdad.
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martes, 21 de abril de 2015

Versión larga



¿Quieres la versión larga o la versión corta? dijo Luna con un tono como de fastidio. No. La versión mediana no existe. La versión corta es simple. Vivíamos en una universidad dirigida por un psiquiatra que se creía un genio y terminó siendo un asesino y violador en serie. Eso lo dice todo y tal vez no sea necesario agregar nada más. Es mejor que te cuente la versión menos corta, porque me tengo que ganar las cervezas que estás pagando.
Yo fui el primero en instalarme. Después vino La Nena a vivir conmigo. Para la época en la que comenzó la guerra ya vivíamos en aquellos locales Olga, La Nena y yo, Guillermo y ustedes tres. A eso habría que sumar a Fausto y a la loca Rebeca, que venían casi todos los días a comer cuando montábamos la olla. No sé muy bien cómo contar a Ígor, porque iba y venía, dependiendo del humor de Olga. El caso es que éramos una familia como todas, con allegados y visitantes que seguían de largo o se quedaban unos días. Con el tiempo nos convertimos en un punto de referencia y empezamos a llarmarlo el Barrio Chino.
No recuerdo a quién se le ocurrió la idea primero. Pero creo que nació de una conversación entre Ígor y Salgar sobre una película de Polanski en la que Jack Nicholson hacía de detective privado. De una cosa pasaron a otra y el Barrio Chino terminó convirtiéndose en el nombre de aquellos tres locales abandonados que habíamos convertido en nuestra vecindad particular. No teníamos muebles, ni ventanas, y las puertas eran todas diferentes porque cuando llegamos ninguna servía y tuvimos que modificarlas o cambiarlas, recuperando materiales de otros cubículos en mejor estado.
En el local en el que vivía Guillermo con ustedes habíamos puesto una litera que encontramos abandonada cuando remodelaron una sala de recuperación que usaban en el Clínico para los pacientes que donaban sangre. De resto, dormíamos sobre colchones que pusimos en el piso. El cuarto de Olga era el más adornado, porque le encantaban los trapos de colores y los encontraba cada dos por tres. Con ellos cubría las paredes, un par de lámparas y un colchón bastante grande en el que se tendía a leer a cualquier hora del día o de la noche. Muy pocas veces la vi dormida. Sufría su insomnio sin molestar a nadie, fumando y leyendo, dispuesta siempre a acoger en mitad de la noche a cualquiera que necesitara compañía.
La Nena era la encargada de arreglar nuestro hueco. Yo nunca me preocupé demasiado por eso. Lo suyo eran los libros y los cuadernos y los lápices de colores. Había montado un par de tablas sobre varios ladrillos que encontró en un sitio en construcción y a eso le daba el nombre de biblioteca. Empapeló una pared completa con los dibujos de ustedes y algunos que ella misma había hecho cuando le dio por aprender a hacer retratos. Eran caras tristes de gente desconocida. Nunca hizo retratos de nosotros. Ya sé. Ya sé que viste todo con tus propios ojos. Pero siempre hay que establecer primero el escenario. Una historia no ocurre en el aire y sin el Barrio Chino nada de lo que pasó tiene sentido.
Como seguramente recuerdas, nuestra rutina era casi siempre la misma. A pesar de que queríamos creer que éramos diferentes a todo el mundo, en realidad no hacíamos otra cosa que vivir. Y la vida, tarde o temprano, se fija en una serie de rutinas. Tomábamos café por la mañana en alguno de los cafetines de Humanidades de los que nos dejaban irnos sin pagar la mayoría de las veces, sobre todo en Comunicación Social, donde Hipólito nos recibía siempre con una sonrisa cómplice. Después cada quien se iba a lo suyo y nos reuníamos en la tarde a montar la olla, que era en realidad la única comida fuerte que hacíamos en el día. Cada quien llegaba con algo y Guillermo se encargaba de prender el fuego, combinar los ingredientes y anunciar que la comida estaba lista.
La sobremesa era el momento en que conversábamos o discutíamos. Para eso habíamos creado aquella comuna, para ejercer el derecho a disentir. Éramos un grupo anárquico pero orgánico. Nuestro propósito era ofrecer una alternativa al mundo del consumo compulsivo en el que vivíamos, donde el dólar se podía comprar a 4,30 y la clase media viajaba a Miami como quien visita el pueblo de al lado. Y nosotros estábamos empeñados en demostrar que era posible vivir consumiendo sólo lo mínimo. No queríamos vender nuestra fuerza de trabajo, no queríamos manejar dinero alguno ni producir nada que alimentara la máquina capitalista. Vivíamos del trueque, de la caridad pública, de la labia. Estábamos fuera del circuito económico y nos sentíamos muy orgullosos de inventar cada vez una nueva manera de frenar el consumo o una teoría más acertada sobre nuestra práctica antieconómica.
Es verdad que yo era el más convencido. Olga estaba allí por pura necesidad, por no creer en nada ni en nadie, por no poder estar en otra parte. No era una convencida sino una resignada. La Nena se había enamorado de mí y decía que no tenía otra opción que adoptar por el momento mi forma de vida. Me llamaba el filósofo de las causas perdidas y yo la amaba por eso, por esa entrega incondicional. Guillermo no tenía cómo mantenerlos a ustedes tres después de que Blanca los abandonó. Era el único que de verdad estudiaba en la universidad. Cuando lo mataron estaba escribiendo su tesis y en unos seis meses más se hubiera graduado. Me lo puedo imaginar encontrando un trabajo decente, alquilando un apartamento en El Valle y llevándoselos a ustedes a vivir una vida normal hasta que su mamá regresara. Pero, como sabes, no le dieron tiempo de hacer todo eso que hubiera hecho con gusto, aunque no era su responsabilidad.
La primera vez nos atacaron durante el día. Aprovecharon las horas entre el desayuno y la cena, en las que casi nunca había nadie en el Barrio, para entrar y destruir lo poco que teníamos. Ninfa y Martín recogieron uno por uno los papeles y los lápices, cada tira de sábana rota, cada plato de peltre magullado. Tú ayudaste a Guillermo a reparar la olla ¿te acuerdas? Esa tarde usamos todo lo que se podía quemar para montar la comida del día. De ahí en adelante las discusiones se alejaron de la teoría y comenzamos a pensar qué hacer para defendernos.
Nos estaban atacando sin razón. La ciudad universitaria no es una propiedad privada, es un bien público, patrimonio de la humanidad para más señas. Nos sentíamos con derecho de ocupar aquellos tres cubículos abandonados y no veíamos una razón lógica para no darle un uso. Pero habían elegido a un nuevo Decano que se empeñó en sanear los espacios comunes y que desde la misma campaña electoral había amenazado con expulsar a los parásitos, como nos llamaba con un tono fascistoide.
Claro que le habíamos hecho la vida imposible. Los carteles y afiches que pegaban en la mañana aparecían en la tarde convertidos en caricaturas, llenos de grafitis y pintas. La Nena era experta en cambiarle la cara al futuro decano, pintándole unos bigotes y una barbita al estilo Velásquez. Seguramente te acuerdas de que reescribimos un par de canciones que estaban de moda para cantarlas en los pasillos en los que la acústica nos favorecía. Las consignas eran pegajosas y la gente terminaba cantando, hasta sin querer, los coros en contra de las autoridades. Con el tiempo alguien terminó identificándonos con el sabotaje y nos declararon la guerra.
El segundo ataque fue de noche. Esa vez sí nos encontraron y nos dieron con todo. Llegaron sin hacer ruido, con la cara tapada al estilo de los encapuchados que tiraban piedras en las manifestaciones. Pero no eran jóvenes ni ágiles como los estudiantes que se enfrentaban a la policía con piedras, palos y bombas molotov, sino más bien hombres de mediana edad, mofletudos y lentos. A mí me sacaron a empujones y cuando salí ya La Nena estaba afuera, gritando a todo lo que le daban los pulmones. A Olga también la habían sacado y empujaba en silencio a los hombres que tiraban afuera todo lo que lograban alcanzar. Me acuerdo que ustedes revoloteaban alrededor de Guillermo para impedir que le pegaran más. Fue un milagro que no les hicieran nada.
No sé por qué insistimos en seguir en el Barrio. No me preguntes esas cosas. Uno no siempre sabe por qué se empeña en cometer una y otra vez el mismo error, en quedarse quieto en vez de reaccionar. Si hubiéramos sabido lo que iba a pasar. Pero el futuro no es más que una probabilidad entre muchas y en ese momento no queríamos imaginar lo peor. Es verdad. Yo no quería. Todos los demás se fueron convenciendo poco a poco de que había que irse. Y yo me negué. Insistí. Ya no recuerdo qué argumentos usé en las largas tardes en las que buscábamos razones para irnos o quedarnos. Porque al final ningún argumento es en realidad válido.
Si quieres irte, cada cosa que pasa parece reforzar la idea de que lo mejor es abandonarlo todo. Si te quieres quedar, no importa que tan grave sea la situación, siempre vas a encontrar un modo de justificar tu quietud, tu arraigo empecinado. Eso vale tanto para los lugares como para las personas. Por eso estamos aquí, tú y yo, recordando lo que pasó para llevar agua al molino de cada quien y alimentar el mismo dilema eterno. Irse o quedarse. Tú te quieres ir. Yo me quiero quedar. Nada ha cambiado. ¿O tú crees que hoy entendemos mejor lo que pasa y somos capaces de tomar decisiones menos equivocadas?
Eso fue después, pero tienes razón, ya es hora de recortar el cuento. Llegó un punto en el que ya no era posible ni siquiera un remedo de normalidad. Nos turnábamos en las noches para vigilar. Al menos en esa mínima acción terminamos poniéndonos de acuerdo. Hasta Ígor vino a velarnos el sueño. Salgar también pasó un par de noches conversando conmigo hasta la madrugada. ¿Te acuerdas de Salgar? Hasta fue una buena idea invitar a Rebeca, porque su mente trastocada vivía todavía en los años de la Digepol y era la vigía perfecta. Hasta que le daba por ver sombras en medio de la noche y comenzaba a gritar como loca y ya nadie podía hacer que se callara.
Nos confiamos, es verdad. Pasaron unas semanas y pensamos que todo había vuelto a la normalidad. Eligieron al Decano, el hombre tomó posesión del cargo, moderó las amenazas y comenzó a hablar de una comunidad universitaria a la que pertenecíamos todos. No sé por qué le creímos. ¿Por qué le creemos en la gente que nos gobierna? Esa es la pregunta. El caso es que bajamos la guardia, pero al mismo tiempo el Barrio perdió todo su encanto. Ustedes seguían inventando juegos en los que nos involucraban a todos. Pero tal vez ese era el último resto que nos quedaba de lo que habíamos sido.
¿Te acuerdas de los juegos que inventaban? Claro que te acuerdas. Contaban historias inventándolas una línea a la vez. Y eran exigentes. Cuando no nos tomábamos en asunto en serio nos expulsaban y no nos invitaban más hasta que cambiaban de historia y decidían que era hora de darnos otra oportunidad. Me acuerdo de la historia del Capitán Paz. La Nena se había empeñado en que debían nombrarlo en inglés, Captain Peace, porque los más aguerridos filibusteros tenían que ser súbditos de su majestad Isabel Primera, Reina de Inglaterra e Irlanda. Había una vez un pirata que se llamaba Peace, decía Martín. Tenía un barco enorme llamado la Maga de Oriente, decías tú. Y en él navegaba por los mares en busca de barcos enemigos que saquear, decía Ninfa. Exacto. Y así iban contando el cuento. Creo que esa historia coincidió con el final del Barrio. No sé si te acuerdas.
Sí. Es verdad. Me sentí y me siento culpable. Nunca he podido quedarme en paz con la idea de que no había nada que pudiera hacer. La gente piensa que si vuelves una y otra vez a tus recuerdos y los escarbas y los desmenuzas terminas aprendiendo algo que te salva o que al menos te hace sentir mejor. Eso que llaman cierre. Pero no es verdad. Si te sientes culpable desde el principio, siempre te vas a sentir culpable. Y yo me siento responsable de la muerte de Guillermo y no hay nada que pueda hacer para cambiar eso. Desde que vi la cara lívida de Olga, incluso antes de que me contara lo que había pasado, yo ya había comenzado a sentirme culpable.
No sé cómo explicártelo. Yo tampoco entiendo exactamente por qué. Es una cosa física. Es una incomodidad del cuerpo, como cuando tienes hambre o sueño o ganas de vomitar. Es algo con lo que no puedes razonar. Así es como siento yo esa culpa. Guillermo estaba todavía en el Barrio porque era un tipo leal, fiel, de los que se quedan hasta el final, de los que no se rinden. Habíamos conversado mucho. O, más bien, yo había hablado mucho y él me había escuchado con esa manera suya de mantener la atención, de asentir con la cabeza, de quedarse en silencio sin discutir mientras uno decía disparates. Él sabía que eran disparates, que nada tenía sentido. Pero aceptó quedarse, aunque al mismo tiempo comenzó a hacer gestiones para ponerlos a ustedes a salvo.
No necesitaba creer en las razones que yo usaba para justificar mis miedos. Sólo necesitaba que yo le pidiera que me acompañara. Y por eso se quedó. La Nena ya se había ido. Hasta Fausto y Rebeca habían dejado de aparecer por los pasillos. Olga estaba a punto de abandonarnos. Cada vez había menos cosas en su cuarto y ya dormía menos o apenas se quedaba un par de días a la semana despierta la noche entera en su colchón lleno de trapos de colores. Hasta Ígor había dejado de venir.
Eso no es verdad. Yo no me había ido. Nunca me fui. De hecho, como puedes ver, aquí estoy todavía. Todos los demás se fueron. Nadie quería en realidad saber qué había pasado. Sólo yo, porque era responsable, culpable. ¿Cuál es la diferencia? Guillermo murió porque yo lo convencí de quedarse. Es cierto que desde el principio dijeron que lo habían confundido con alguien más. Que no era a él al que tenían que matar sino a un tal Juan Antonio, que ve tú a saber quién sería. Pero cualquiera puede armar una coartada como esa ¿no? Me planto con un arma frente a un tipo, que sé muy bien quién es, le grito otro nombre para que todo el mundo escuche, y sin esperar aclaratorias le disparo a quemarropa y lo mato en seco. ¿Qué mejor manera de garantizar que nadie entienda nada, que se corra el rumor de que fue una equivocación, un accidente? En este país en el que la vida de un hombre no vale nada, una muerte equivocada es irrelevante por partida doble.
Nadie investigó. A nadie le interesó saber qué había pasado. Por eso me quedé. Solamente desde el lugar de los hechos era posible reconstruir lo que había pasado. Volví al estacionamiento de autobuses miles de veces. La primera vez todavía estaba su sangre en el asfalto. No se puede comparar con lo que vio Olga, claro. Pero eso fue lo que me tocó a mí. Eso y preguntar, indagar, insistir. Pero nadie sabía nada y después de meses volviendo sobre lo mismo entendí que tenía que proceder al revés. Que en lugar de ir de los hechos a las teorías, debía armar una teoría para ver si lograba hacerla coincidir con los hechos.
Mi primer sospechoso era el Decano, es decir, las autoridades. Después de todo, ellos eran los que nos habían amenazado, golpeado y asaltado por tres o cuatro meses. ¿A quién más le podía interesar ver a Guillermo muerto? Los choferes de los autobuses a los que Guillermo ayudaba en sus ratos libres hablaban de él como se habla de un santo, un arcángel caído del cielo. Todos lo lloraron, cargaron la urna, se quedaron en el cementerio hasta que cayó la última paletada de tierra y se le puso encima la última corona de flores. Ninguno conocía al tal Juan Antonio.
Era evidente que habían contratado a alguien. Del mismo modo que contrataron a los encapuchados que nos habían asaltado y golpeado. Pero no encontraba el modo de juntar la punta de arriba con la punta de abajo en aquella madeja imposible de desenredar. Así que me armé de paciencia. No quedaba otra. Me dio por vigilar al secretario del Decano, el que le hacía los recados menudos, desde llevarle las camisas a la tintorería hasta lavarle el carro o falsificarle la firma en el despacho de asuntos rutinarios. Con el tiempo me animé a conversar con el hombre. Era un tipo eficiente, ambicioso, con ganas de abrirse su propio espacio. Hacía bien su trabajo con la mira puesta en el ascenso. La ambición es una cosa difícil de entender. Al menos para mí que apenas he conocido las ilusiones, los sueños inalcanzables. Cuando La Nena se enamoró de mí no lo podía creer.
Nadie me había soportado nunca por mucho tiempo. Y ella se vino a vivir conmigo apenas una semana después de la primera vez que estuvimos juntos. Ya sé que no te interesan los detalles, pero aquí entre nosotros, era buena en la cama. De las que disfrutan de verdad. De las que piden más. De las que no se cansan. De las que inventan cosas nuevas y nada les da asco. Era de esas. Y fuera de la cama hacía su propia vida. No dependía de mí, no pedía explicaciones. Le horrorizaban los celos y le importaba muy poco en qué ánimo andaba yo de día o de noche. Era la mujer perfecta.
Ya sé que te prometí el cuento corto y me sigo desviando por las ramas. El secretario del Decano se volvió con el tiempo un compañero de tragos. Y con unas cuantas cervezas encima al final del día le dio por contar cosas. Yo me hacía el desinteresado. Pero poco a poco me fui enterando. Lo demás ya lo sabes ¿no? Lo demás es, como dicen, historia. Un cuento difícil de contar porque todo el mundo lo conoce y ya no hay a quien sorprender. Aparece un muerto más y nadie sabe quién es el responsable. Esa culpa si es verdad que no me pesa. Te lo he dicho varias veces. Hay ciertas culpas que son fáciles de lavar.
Ahora todo es lo que es. Ya no nos queda ni el sueño de un futuro mejor. Hemos perdido hasta lo que no se debe perder. Esa manoseada idea de la esperanza como último refugio, de pensar que es posible un futuro mejor, incluso contra toda evidencia. Ya nada de eso cuenta. Es verdad que creí por un tiempo en una especie de justicia. Hasta que entendí que en un país como éste lo que no se cobra con la propia mano se queda siempre en deuda. No eran tiempos buenos, pero comparados con estos días, aquellos parecen envueltos en un aire de inocencia. Éramos más libres. Eso sí te lo puedo decir. Nos atrevíamos a jugar a ser otros, a cambiarlo todo con la pura fuerza de la voluntad. Lo pagamos caro, es verdad. Pero lo intentamos. Ahora ya ni eso podemos hacer. Todo cambió para peor y ahora estamos aquí, haciendo cola hasta para comprar papel sanitario, pendientes de los más mínimos rumores, convertidos en restos de lo que una vez fuimos, mirando las ruinas que quedan al sol.
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miércoles, 25 de marzo de 2015

Tráfico



No estaba gorda, pero había dejado de ser la joven espigada que había sido en los buenos tiempos. Me da pena reconocerlo pero fue lo primero que noté al verla salir de la zona de equipajes. Llevaba el pelo muy corto y no le quedaba mal, pero la expresión entera de su cara era dura, seca. La vi intentando mirar sobre las cabezas de los que esperaban amontonados frente a la puerta agitando los brazos en el aire. Grité su nombre y al reconocerme entre la multitud la expresión le cambió apenas. Su sonrisa era una mueca dolorosa que parecía el recuerdo remoto de otro gesto más amable. Nos abrazamos y la sentí tensa y al mismo tiempo a punto de dejarse caer. Le pedí que me dejara ayudarla a llevar la maleta y se negó con una firmeza que parecía llevarla al extremo del cansancio.
Salimos al aire caliente de Maiquetía y se detuvo un momento. Se quitó la chaqueta y luego el suéter que llevaba abajo, quedándose sólo con una delgada camisa de algodón blanco. Aún así su cara se puso roja y en el trayecto hasta mi carro el sudor le empapó la espalda y le corría por las sienes y el pecho, como si hubiera atravesado corriendo un aguacero. Al principio no hablamos más allá de las frases necesarias. Un hace calor, un siempre es así, un aquí está mi carro, un puedes poner la maleta en el asiento de atrás. Viajas con poco equipaje. No me gusta cargar mucho peso. Yo quería decirle que lo sentía tanto, quería cumplir con el ritual de darle el pésame como se debe. Pero algo en su modo de mirar al frente, de no sonreir sino solo a medias, me hacía sentir fuera de lugar.
No parecía una persona en luto, no parecía haber perdido al único familiar cercano que tenía. Sus padres habían muerto hacía tiempo, cuando ella era apenas una adolescente viviendo en un pueblo perdido del interior. Casi nunca hablaba de ellos. Su única referencia familiar era Carla. Durante todos los años que estudiamos juntas en la universidad y durante el tiempo en que nos mantuvimos en contacto después de graduarnos su hermana fue la única familia que le conocí. Sabía que tenía tíos y primos y que la había criado una tía solterona que todavía vivía en aquel pueblo al que iba a llevar a enterrar a su hermana. Tal vez la temprana pérdida de los padres la había convertido en esa mujer de piedra que me acompañaba en silencio mientras subíamos por la autopista.
Llegamos casi hasta la entrada de Catia sin caer en ninguna cola. Pero al entrar al distribuidor La Araña vimos la larga fila de carros que se extendía hasta el horizonte y nos preparamos para pasar al menos un par de horas encerradas en aquel infierno metálico. Entonces el silencio se me hizo demasiado opresivo. Sentía que podía tocar la tensión si estiraba una mano y como siempre que eso me pasa comencé a hablar sin pensar en lo que decía, sólo para empujar el silencio y sacarlo del medio.
Le dije que Carla había estado trabajando muy bien en los últimos meses, que había disfrutado mucho su primera exposición individual. Mientras hablaba me di cuenta de que había dicho primera y que debido a lo que había sucedido era también la última. Pensé en disculparme pero seguí hablando. Quería contarle mis impresiones de los últimos días, semanas o meses que había visto vivir a su hermana. Sentía que era de algún modo mi deber, porque yo era tal vez una de las personas que había estado más cerca de ella. Trabajábamos juntas. O más bien yo era el contacto de Carla en la revista. Nos comunicábamos por correo electrónico la mayoría de las veces. Yo le enviaba la pauta, ella me mandaba las fotos adjuntas. No era necesario nada más. Pero las pocas veces en que ella tenía que pasar por la redacción a dejar algo o a acompañar a uno de los reporteros en alguna pauta que implicara viaje, ella siempre venía a mi escritorio a saludar, como si cumpliera con una norma de cortesía no escrita.
Y yo trataba de estar pendiente de su vida, de preguntarle cómo iba, qué estaba haciendo y, sobre todo, qué sabía de su hermana. Era el vínculo que nos unía. Aunque yo sabía que Carla era la hermana de mi vieja amiga, cuando comenzó a trabajar en la revista ella no lo mencionó. La habían contratado como fotógrafa freelance porque su trabajo era excelente y también porque era flexible. Su vínculo familiar con Olga no había tenido ninguna relevancia. Sólo yo sabía que eran hermanas y cuando me preguntaron de dónde la conocía ya ella formaba parte del equipo estable de la redacción.
Una vez cada tanto la invitaba a almorzar. Me sentía en cierto modo responsable desde que Olga se había ido a vivir afuera. A medida que nos íbamos quedando solas, porque todos a nuestro alrededor se habían ido, se estaban yendo o estaban haciendo planes para irse, nuestros vínculos parecían estrecharse. Lo conversamos más de una vez. Primero cuando Olga nos avisó que se iba. Estábamos las tres tomándonos un café antes de entrar al cine. Carla miró a su hermana sin asombro alguno, como si estuviera viendo el modo exacto en el que una profecía largamente anunciada se hiciera realidad. Yo me quejé, insistí en que no era necesario irse, solté mi eterno discurso sobre la urgencia de seguir sosteniendo lo poco que quedaba en pie. Pero Olga había escuchado aquel discurso demasiadas veces y ya no le hacía ningún efecto.
Me dejó hablar, igual como me deja hablar ahora que insisto en contarle sobre las series de fotos que Carla estaba preparando con ánimo de montar pronto una segunda exposición. Me deja hablar aunque conoce bien de qué le estoy hablando, porque nunca dejó de comunicarse con su hermana y ella le mandaba todas las imágenes que le gustaban o que estaba pensando incluir en alguna de sus famosas series. La de los niños, la de los viejitos, la de las esquinas desoladas de la ciudad sin gente. Esas series contaban una historia. Eran como un relato de los tiempos idos, de los tiempos por venir, de las dimensiones desconocidas. Me gustaban mucho las calles vacías que había fotografiado en las últimas semanas. Y cuando íbamos a la altura de Parque Central yo estaba describiendo en detalle algunas de aquellas fotos mientras Olga miraba al frente y sonreía apenas diciendo a veces que sí con la cabeza.
Creo que fue justo en ese momento que los motorizados comenzaron a pasarnos por un lado y por el otro. No sé cuántos eran, pero parecían treinta, cincuenta motos. Todas con un pasajero atrás. A veces era una mujer, pero la mayoría eran hombres. Llevaban banderas rojas y tricolores y letreros con consignas que ya no hablaban de la muerte sino de la vida. Acababan de perder a su líder y tal vez iban camino al inmenso desfile que se había organizado para llevar el cuerpo al lugar en el que se quedaría en capilla ardiente hasta el entierro. Le conté los detalles a Olga, imaginando que tal vez no había tenido tiempo de leer la prensa con el apuro del viaje.
Olga bajó el vidrio para escuchar mejor lo que decían. Le pedí, le rogué que cerrara la ventana. Me miró como quien ve a alguien entrar en la más profunda de las locuras sin camino de regreso. Le expliqué que eran unos violentos y que cualquier cosa podía pasar. ¿Qué nos van a hacer? me dijo ¿robarnos camino al entierro? Pero subió el vidrio de todos modos cuando seguí insistiendo en que no era seguro y que ella no entendía lo rápido que un grupo así se podía poner agresivo, porque había pasado demasiado tiempo fuera del país. Me dijo que sólo quería escuchar lo que decían. No se entierra a un líder como ese todos los días, dijo. Y entonces confirmé que de verdad llevaba mucho tiempo afuera.
Los motorizados comenzaron a ocupar un canal, luego otro y después otro más. Estaban a un par de carros delante de nosotros. No los teníamos muy encima pero podíamos verlos organizarse y tomar posiciones frente a nosotros. A medida que la cola avanzaba, los motorizados que llegaban iban ocupando el espacio que se abría, de modo que no podíamos seguir hasta que ellos no se movieran. Poco a poco fueron creando una sólida barrera ruidosa. Hacían sonar los escapes de las motos y cantaban, cantaban algo que al principio no se entendía. Toda la autopista comenzó a retumbar en un solo ritmo que parecía rebotar en las torres de Parque Central y en los cerros de enfrente desde donde parecía venir un eco que respondía al grito de los motorizados.
La corneta de un carro que estaba detrás de nosotros comenzó a sonar al mismo ritmo y poco a poco se fueron uniendo otros carros con sus cornetazos. Pam, pam. Taa, taa, taaa. El clamor crecía y sonaba al mismo tiempo como un grito desgarrado y como un reclamo. Era el sonido de la desesperación y la angustia. De la orfandad prematura. En ese momento yo solo sentía miedo. Un miedo irracional que bordeaba el pánico. Lo que me mantenía en mi lugar era ver el gesto de dolor de Olga que parecía acompañar el ruido acompasado que hacía la multitud. No había muerto un hombre sino un proyecto de país, me dijo cuando juntó el ánimo para hablar.
Me he arrepentido muchas veces de lo que le dije en ese momento. La acusé de estar del lado del gobierno, con palabras que ya no me atrevo a repetir y que atribuyo al estado de pánico en el que estaba. Olga no volteó a mirarme. Pero me respondió con mucha serenidad aclarándome que ella se había ido del país no solo porque no comprendía a quienes estaban en el gobierno, sino también porque entendía muy poco a quienes estaban en la oposición. Este es un país que se niega a mirarse de frente a sí mismo, dijo, entre otras cosas que ya he olvidado.
Esperamos en silencio a que la masa de motorizados decidiera por fin avanzar. Con sus banderas y sus pancartas, sus pitos y sus consignas, muy lentamente se fueron moviendo y despejando la vía. Parecían un ejército en retirada que hacía todo el ruido posible antes de admitir la derrota. La inmensa cola avanzó detrás, centímetro a centímetro. Las cornetas se fueron callando y en un par de minutos estábamos pasando frente al Jardín Botánico. Los motorizados salieron de la autopista a la altura de los estadios de la UCV y el tráfico se alivió por un rato.
Qué se sabe del hombre que disparó, me preguntó Olga cuando regresó el silencio. Le repetí en parte lo que le había dicho por teléfono, agregando lo que habíamos logrado averiguar en las últimas horas. Era un vigilante privado que había escuchado un intercambio de disparos afuera y salió de la panadería en la que trabajaba a ver qué pasaba. Llevaba el arma de reglamento en las manos y estaba intentando cargarla cuando se le fue un tiro. El tiro le dio casi a quemarropa a Carla que iba entrando, huyendo de los hombres que disparaban afuera. Fue un accidente, dije y repetí, como lo había hecho al llamar a Londres. Un horrible accidente.
Le conté que el hombre estaba detenido, que había confesado, es decir, que había contado una y otra vez cómo había sucedido todo. Había otros testigos que también habían sido llamados a declarar. La averiguaciones apenas estaban comenzando. Le dije que Natalia estaba al tanto del caso y que se ocuparía de que la acusación progresara para que no lo dejaran libre por algún tecnicismo de esos que ahora sirven para que cualquiera termine saliéndose con la suya. No podía alegar defensa propia porque Carla no estaba armada. Al menos tendrían que encerrarlo por homicidio culposo, le dije.
Olga volteó a mirar por la ventana. Íbamos a la altura de Bello Monte, donde estaba el apartamento en el que había vivido Carla. Aunque ya lo había dicho, repetí que entraría por Las Mercedes a pasar buscando la llave del apartamento por casa de Sere. Tal vez hubiera sido más rápido salir por los estadios pero el alboroto de los motorizados me desconcentró y seguí de largo. Lo que en realidad quería decir era que no me parecía una buena idea que llegara sola al apartamento de Carla, que tal vez lo ideal sería que se quedara durmiendo en mi casa o donde Sere. Hasta Lena le podía prestar su apartamento en Santa Mónica, donde apenas iba a dormir un día sí y otro no. Lo importante era que no se quedara sola con tantos recuerdos.
Pero sin saber por qué lo que se me ocurrió comentar fue que éramos un grupo de mujeres solas. Y que Carla nos había tomado como modelo. ¿No crees que Carla hubiera sido más feliz si hubiera elegido casarse y tener hijos? Al instante sentí que había dicho algo totalmente fuera de lugar, algo que no se le dice a la hermana de una joven que acaba de morir en un absurdo accidente, de esos que sólo pueden pasar en un país armado hasta los dientes donde te pueden matar por error, de un tiro a quemarropa, en un lugar público en pleno día. Lo que quiero decir es que tal vez no sea una buena idea que te quedes en su apartamento hoy, traté de explicar. Pensé que podías quedarte con cualquiera de nosotras y luego pensé en que todas vivimos solas y una idea me llevó a la otra.
Patricia, me dijo Olga, no tienes que disculparte. Esto no es culpa de nadie. Los accidentes pasan. Siguió mirando por la ventana mientras recorríamos la Río de Janeiro, atestada de autobuses, taxis, camioneticas y peatones que cruzaban en medio de cualquier cuadra. Todo está igual, dijo un rato después. Igual de sucio y de ruidoso, le dije. Y, sin embargo, todo se ve tan diferente, continuó, como si no me hubiera escuchado. Es la luz del trópico, dije, solo para mantener la conversación. Es la furia, la tensión, la rabia y el gozo de vivir, dijo. Es algo que pierdes cuando te vas. Todo se apaga y terminas viviendo como una autómata. Funcionas, cumples con tus obligaciones, pero ya nada importa. Su voz era un lamento apagado.
Me sentí estúpida. Con qué derecho pretendía yo darle lecciones de vida a esta mujer que acababa de llegar de un largo viaje de ida y vuelta. Con qué moral le iba a pedir que no entrara de lleno en su dolor y se entregara a su luto por una noche, por una semana o por el tiempo que necesitara para pasar al otro lado del sufrimiento que le estaba causando este regreso y esta pérdida. Seguimos bordeando el Guaire hasta Bello Monte donde el tráfico se paró en seco. Escuchamos sirenas y vimos apartarse las filas de carros para dejar pasar dos patrullas de la policía, un enorme camión de bomberos, una furgoneta. Un par de cuadras más adelante vimos que sacaban un cuerpo del río.
Subimos por la Avenida Caroní buscando las colinas. El tráfico se iba aliviando a medida que dejábamos las vías principales y recorríamos los recovecos hasta llegar a la casa de Sere. La llamamos cuando estuvimos cerca y al entrar a la calle ciega en la que vivía la vimos al fondo, haciendo señas con el celular en la mano. Sere no cambia, dijo Olga, con una sonrisa triste. Las vi abrazarse y llorar. Tal vez no haya un modo de medir los grados de amistad, pero yo siempre supe que Sere y Olga eran más amigas entre sí de lo que yo era de ellas. Nunca he sabido muy bien cómo describir ese sentimiento. La intimidad es algo tan difícil de expresar. Pero cuando lo ves te das cuenta. Y ahí estaban las dos abrazadas. Lloraban a moco tendido. Y yo entendí una vez más que cuando ellas estaban juntas yo sobraba. Me despedí de ellas y bajé de las colinas a encontrarme otra vez con el tráfico de la tarde.
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sábado, 28 de febrero de 2015

El accidente

Vi llegar el taxi y pensé que el chofer se iba a bajar a preguntar una dirección como había pasado antes tantas veces. Dicen que los choferes de taxi conocen Londres como la palma de su mano. Pero yo misma he comprobado que la realidad contradice ese mito urbano. Sobre todo cuando el taxista no maneja uno de esos taxis negros que tanto le gustan a los turistas, sino un carro más bien normal, que sólo se sabe que es un taxi porque tiene un letrero arriba que se prende y se apaga.
Recién llegada a la ciudad recuerdo que me subí a un taxi y le mostré la dirección que traía anotada desde Cape Town. El taxista arrugó la cara y echó a andar el carro con una seguridad que me tranquilizó. Pero una hora después seguíamos dando vueltas y al final tuvo que pararse en una esquina a preguntar por la calle. Todo el dinero que traía en efectivo se quedó en esa única vez que me subí a un taxi. Nunca más.
Pero no. El taxista se quedó adentro, esperando. Un minuto después agarró el teléfono para mandar un mensaje de texto. Al rato bajó ella con una maleta marrón a la que se le había desprendido una rueda. El hombre le abrió desde adentro la maletera y se bajó a ayudarla. Ella le hizo un gesto de que la esperara un momento y entró apurada a despedirse de mí.
Me tengo que ir de emergencia –dijo–. Mi hermana tuvo un accidente.
Me dio la llave de su flat y me pidió por favor que le regara las plantas y le pusiera comida al gato una vez al día. Me explicó cómo limpiarle la arena. Me pidió miles de disculpas y prometió que me pagaría por las molestias. No sabía si podía estar de regreso en una semana, aunque haría todo lo posible. Le dije que no se preocupara. Le aseguré que estaría pendiente. Le repetí varias veces que no tenía que pagarme. La vi salir casi corriendo. Hacía un inmenso esfuerzo por no llorar.
Nos conocimos en la escalera. Yo llevaba seis meses aquí cuando ella se mudó al flat del piso tres. Mi flat estaba en el primer piso. Entre las dos vivía una pareja con un niño pequeño. Nos saludamos con cierto interés cada vez que nos encontrábamos, tal vez porque las dos estábamos solas o porque éramos más o menos de la misma edad o porque éramos mujeres.
Un día ella iba saliendo y me vio entrar al negocio de la planta baja. Entró detrás de mí con la excusa de comprar un paquete de papitas, pero me pareció que en realidad lo que quería era aprovechar para cruzar un par de frases conmigo. Tenía esa ansiedad por conocer gente que tiene toda la gente que llega a esta ciudad desde otra parte. Es como un impulso natural que se pierde muy despacio, cuando nos desencantamos y comprendemos que este no es el mejor lugar para hacer amigos, que el modo natural de estar aquí es aceptar el aislamiento y la soledad.
Pero en ese momento ninguna de las dos había aprendido la dura lección del encierro y estábamos dispuestas a desafiar la ley de la soledad obligada. Adoptó la costumbre de entrar todas las mañanas a comprar algo, aunque solo fuera un café con leche. Lo pedía así, sin usar las palabras que estaban de moda como latte o capuchino. Un café con leche, me decía al principio. Después ya no tenía que pedirlo porque yo sabía que eso era lo primero que iba a decir al entrar.
Entre un café y otro hablamos primero del clima, después de las matas y los gatos. El suyo era un hermoso gato persa que dormía sobre su cama todo el día. Se lo había traído de su país después de una peripecia complicadísima que incluyó una estadía en Francia para evitar que lo obligaran a estar en cuarentena al llegar aquí. El mío era un gatico amarillo y callejero que había llegado un día a pedir comida y se había ido quedando. Cuando a su gato le dio diabetes y se quedó ciego comenzamos a conversar en las tardes, a la hora en la que yo estaba cerrando.
Se volvió una costumbre que ella me ayudara a cerrar y luego subiera a la casa a tomarse un te conmigo. Otras veces subíamos a su flat, pero algunos días el esfuerzo de subir aquellos tres pisos era demasiado para mis piernas cansadas de estar ocho horas de pie. Un domingo me enseñó a hacer arepas. Las había probado una semana antes, cuando ella se apareció con una cesta de mimbre cubierta por un pañito de cocina, que tenía adentro aquellas tortas de harina de maíz que olían a infancia. Estaban rellenas de mantequilla y queso y me supieron a gloria.
Cuando quieras te enseño a prepararlas –me había dicho ese día.
Y yo le tomé la palabra y el siguiente fin de semana le pedí que me mostrara cómo se hacían. Después quedamos en ir al mercado en Brixton en el que ella compraba la harina de maíz que venía directamente de Colombia. El sitio era un restaurant colombiano en el que el plato más conocido y popular era lo que llamaban una bandeja paisa. Aprendí a pronunciar el nombre después de varios intentos y la siguiente vez que fuimos yo misma pedí mi bandeja paisa, sin cochino, por favor.
Ella quería aprender francés y yo quería aprender español, así que hicimos un intercambio y dos tardes a la semana yo le enseñaba y ella me enseñaba a mí otras dos tardes. Así fuimos enterándonos poco a poco de la vida de la otra. Éramos tan distintas y al mismo tiempo nos parecíamos tanto. Yo había tenido ocho hermanos, cinco varones y tres hembras. Ella tenía sólo una hermana menor. Todos mis hermanos varones habían muerto y sólo me quedaba una hermana viva que se había quedado a vivir en Francia.
Escuchaba mi historia con una avidez y una angustia que a veces me daba un poco de pena. Mi inglés no era tan bueno como el suyo y a veces me quedaba pegada en una frase que intentaba terminar y no podía. Entonces ella me ayudaba, me ofrecía alternativas, me hacía preguntas, hasta que yo lograba terminar de decir lo que quería. Yo la escuchaba a ella en silencio. Cuando comenzaba a contar algo hablaba sin parar y no necesitaba que le hicieran preguntas o la ayudaran con palabras extrañas. Su vocabulario era extenso y a veces hasta algo solemne. Usaba palabras como obvio, sin embargo, ciertamente. Esas palabras que se leen en los libros.
Estaba claro que había aprendido inglés en un ambiente académico y se seguía comunicando en la vida real como si estuviera en un salón de clases. No tenía la soltura de la calle para hablar de nada. Cuando trataba de ser informal le salía un inglés americano, aprendido en las series de televisión, que a todo el mundo le sonaba de lo más extraño. Decía Hi, en vez de Hello, y nunca podía decir water como es debido. Al principio se quejaba del modo como la gente la miraba o del modo como nadie la miraba, lo que hacía que se sintiera invisible.
Pero en un par de años ya se notaba que se estaba adaptando y cada vez se sentía más a gusto en la ciudad. Sobre todo en primavera y en verano. En otoño comenzaba a apagarse y en invierno se volvía una sombra. Fue justo en otoño que le llegó la noticia del accidente de su hermana y fue como si todo el invierno le cayera encima en un solo día. Me llamó el lunes siguiente para saber cómo iba todo. Le describí con detalles cómo se estaba portando el gato y lo mucho que había comido, las veces que le había limpiado la arena cada día, la única vez que me dejó pasarle la mano por el lomo encorvado. Sabía que esos detalles la tranquilizarían.
Había incorporado sin dificultad en mi rutina subir a su piso dos veces al día. En la mañana salía diez minutos antes y en vez de abrir la puerta de la calle subía despacio, muy despacio al principio, y abría la puerta despacio, hablando casi en un susurro para que el gato no se asustara. Le iba contando lo que hacía mientras él me miraba con sus ojos ciegos desde la cama y seguía mis movimientos con las orejas alertas y olisqueando el aire. Le limpiaba la arena, le cambiaba el agua y le agregaba una cucharada de comida en el plato, mezclándola con la que quedaba de la noche anterior.
En la tarde, después de cerrar, subía directo al tercer piso, como si viviera allá arriba en vez de ahí mismo junto a la puerta, y repetía de nuevo toda la rutina de la mañana. Pasaron varios días antes de que el gato se acostumbrara a mí. El miércoles me esperó en el pasillo, frente a la puerta, y me maulló por primera vez, dándome la bienvenida. Cuando le conté que su gato ya no la extrañaba nos reímos las dos con una inmensa tristeza. Ella había llamado el jueves para decir que esa mañana iba a enterrar a su hermana. Yo sabía que no había ninguna palabra, en ningún idioma, que pudiera consolarla.
El sábado llamó para avisar que regresaba el lunes. Como siempre, me pidió detalles de lo que había pasado en los últimos días. Después del reporte obligado de cada movimiento de su gato, le conté cómo había estado el clima, qué clientes habituales habían dejado de venir y qué novedades había en la calle. Le describí el afiche que habían puesto en la puerta unos vecinos que estaban organizando un evento de caridad para recoger fondos por las víctimas de un huracán que había destruido una isla en el Pacífico. Le conté que había visto pasar un carro fúnebre con dos caballos negros con penachos de plumas en la frente.
Nos quedamos un rato en silencio y pensé que ella iba a despedirse cuando le oí decir que la habían matado. La mataron, no fue un accidente, dijo. No supe qué preguntarle ni cómo reaccionar. A todos mis hermanos los habían matado, pero nadie nunca había llamado accidente a aquellas muertes violentas e inútiles. Todos sabíamos que hablábamos de asesinatos cuando alguien joven y sano moría en aquellos días de crueldades infinitas. Cuando nos avisaban, nos ahorraban los detalles más siniestros. Era una bendición recibir la noticia de que había sido una sola bala certera. Cualquier otro dato era demasiado doloroso para ser relevante.
La mató un vigilante privado, dijo al fin, sin que yo le pidiera explicaciones. Parece que el hombre se confundió, que no supo qué hacer con el arma, que se le disparó mientras terminaba de cargarla. En realidad no se sabe qué pasó, dijo ya casi en un susurro. Es mejor no saber, le dije de todo corazón, recordando a los míos. Nada ni nadie va a devolvértela viva, dije. Ella respondió que claro, que no, que para qué saber. Y luego se despidió encargándome que le diera un cariño apretado a su gato. Sentí que me mandaba un abrazo y que volvía a pedirme otra vez miles de disculpas.
El lunes en la mañana subí a su apartamento y conversé largo con el gato que ronroneaba y daba vueltas alrededor de mis piernas mientras le servía la comida. Le dije que desde esa tarde ya iba a volver a estar acompañado, que no iba a estar más tiempo solito, que todo iba a volver a ser como antes. Me dio mucho dolor dejarlo en el pasillo, frente a la puerta que yo estaba cerrando, como si se preguntara qué había hecho mal.
Llegó arrastrando una maleta nueva, anaranjada y con sus dos ruedas en perfecto estado. La sonrisa con la que me saludó no tenía un solo rastro de alegría. Nos dimos un abrazo. El primero y el único. Le devolví su llave y antes de subir ella me prometió bajar a tomarse conmigo un té y a ayudarme a cerrar. Pero esa tarde cerré el local yo sola y cuando entré al edificio estuve a punto de subir al tercer piso por pura costumbre.
Al día siguiente me explicó que se había quedado dormida hasta la mañana. Me contó que su gato la había despertado empujándole las piernas con las dos patas y ronroneando hasta que no le quedó más remedio que levantarse. Se fue después de tomarse el café con leche, prometiendo que esa tarde sí vendría a cerrar conmigo. Y así fue. Una tarde tras otra conversamos sobre todo lo que había pasado. Sobre lo que iba a pasar. Sobre el modo en que finalmente todo terminó. Sobre toda aquella violencia implacable que la había alcanzado a pesar de tanta distancia. 
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Soy escritora y traductora. Venezolana de origen. Británica por adopción. Vivo en Edimburgo. Leo y escribo.