Cuando vienen y se quieren quedar conmigo, escribo cuentos y los dejo aquí.

jueves, 30 de agosto de 2012

Seis tazas



Era una de esas cenas en las que el compromiso y la amistad intentan confundirse. Habíamos hablado de todo un poco, como se suele hacer entre colegas. Pasamos revista a los temas habituales: el clima, la política local, los viajes, las distintas razones para el destierro, las curiosidades de los tres o cuatro idiomas que hablaban los comensales. Cada uno había contado sus pequeñas anécdotas, no muy íntimas y sin embargo ligeramente personales: algún sueño, un recuerdo remoto de infancia, esas cosas. Pero, como es inevitable en cenas que no son ni de familia ni de negocios, siempre llega un momento en el que se acaban los temas.

Por suerte, esta vez ese momento de silencio incómodo llegó cuando estábamos al final de la comida. Nos salvó el ritual de levantar los platos y desocupar la mesa para hacer espacio para el té. El anfitrión trajo una bandeja con la tetera humeando. La anfitriona ofreció una caja con seis tazas, cada una de un color y textura distintos. Me pareció curiosa la idea de permitir que los comensales eligieran su preferida. Entonces sugerí inventarle una historia a cada taza, por puro amor al juego y para superar el silencio que parecía instalarse en medio de la noche.

Sin que nadie me dijera que estaba de acuerdo con la idea me lancé a inventar una teoría de las preferencias, tomando en cuenta los colores y las texturas. Especulé con el tiempo y con el espacio, afirmando que algunos colores sugerían el deseo de quedarse, mientras otros apuntaban hacia la necesidad de irse siempre, de no hacer nido. Hice algunas suposiciones tomando en cuenta las líneas vitales, los distintos momentos de la existencia: los que eligen los colores vivos podrían ser los que se quedan detenidos en la infancia, los que prefieren los azules están estancados en la adolescencia; los que se deciden por los tonos ocres han aprendido a crecer y aceptan la edad adulta cuando llega y quienes prefieren los colores más oscuros sólo maduran cuando atraviesan un trauma que los obliga a actuar según su edad.

Seguí hablando sin que nadie me interrumpiera, mientras el té se hacía. En el impulso de mi perorata no me di cuenta de que nadie se atrevía todavía a elegir una taza. Diserté sobre la gama de colores que podría tener que ver con la posición en la familia, si eres hermano mayor o menor, por ejemplo; expuse distintas opciones que vinculaban las texturas con el modo de relacionarse con los demás en la amistad y en el trabajo, con la capacidad de plantearse metas o la imposibilidad de perseguir los sueños. Hablé sola como loca por un rato largo, sin que me importara mucho estar aburriendo a todo el mundo.

Pero no podía soltar el tema hasta que hubiera puesto al menos un ejemplo. Es uno de esos malos hábitos que arrastro desde que me ganaba la vida en un salón de clases, por más que trato de evitarlo, el tono didáctico se me sale a veces. Así que dije, por ejemplo, esa taza de vetas amarillas y fondo marrón podría representar el pasado que vuelve. La anfitriona ya tenía en sus manos la taza y la puso sobre la mesa cuando comencé a hablar de ella. El fondo marrón es el presente, el día a día, la vida cotidiana. Las vetas amarillas, que parecen surgir desde abajo, como raíces que salen a respirar al aire, representan los traumas del pasado que de pronto afloran interrumpiendo la vida, haciendo que recordemos un tiempo pasado, una nostalgia, una culpa, un arrepentimiento.

Seguramente dije alguna otra cosa y pasé a continuación a hablar de la taza oscura, casi negra, que había elegido otro de los comensales. Yo no lo conocía mucho, sólo había estado en un par de comidas con él, pero lo había oído hablar de sus viajes y de los lugares a los que quería ir, así que me pareció divertido hablarle del futuro. La taza negra, dije, podría representar la incertidumbre de lo que está por venir, el destino que nos aguarda sin que podamos presentirlo. Ya iba a lanzarme a hablar de los imponderables, de las coincidencias inevitables, de las formas que toma la providencia, cuando la anfitriona me interrumpió con su voz bajita, casi en un susurro.

–Yo no tengo nostalgias –dijo–. Pero culpas sí.

Todos la miramos asombrados. Apenas había intervenido en las conversaciones de la cena. Sólo habló para responder preguntas directas acerca los platos que estábamos comiendo. Era una de esas personas que prefieren observar en lugar de participar. Y hasta el momento del silencio que me obligó a inventar el juego de las tazas todos estábamos conversando con tanto ánimo que apenas quedaba lugar para sus tímidas sonrisas y sus amables gestos. Se había limitado a preguntar si queríamos más, si pasaba la ensalada, si era necesario cortar más pan. Por eso su frase tuvo la resonancia de una revelación íntima y no supimos qué hacer con ella.

Yo me mordí la lengua y secretamente comencé a arrepentirme de haber tenido el atrevimiento de jugar con las intimidades ajenas. Ese es otro defecto que cargo conmigo desde mis años de docencia, se me olvida que la gente se toma en serio lo que digo. Siempre he pensado que basta con que diga las cosas en cierto tono, con cierta sonrisa tenue, para que se entienda que estoy jugando. Pero cuando trato de hacer eso en un idioma que no es el mío nunca me sale bien. No logro el efecto de la ironía cuando hago la traducción simultánea de mis propios pensamientos. Y la gente me toma siempre mucho más en serio de lo que quisiera.

–Mi culpa es haber dejado solos a mis padres cuando me rogaron que no me fuera –dijo, sin que nadie se hubiera atrevido a hablar.

Su marido nos miró a todos con un aire de vergüenza ajena y comenzó a hablar en un tono más alto de lo necesario sobre la mezcla de té que estaba sirviendo en ese momento. Comentó que llevaba un punto de Assam, pero que era sobre todo Nilgiri. Explicó que la mezcla de los dos tipos de hojas producía un efecto fuerte pero refrescante, más dulce que amargo, que el resultado había sido considerado extraordinario por algunos catadores de té y que se había creado toda una asociación de cultivadores para elevar la calidad del producto. Siguió hablando sobre las distintas regiones de la India en las que se cultivaban los distintos tipos de plantas, pero ya nadie estaba escuchando. Todos mirábamos nuestras tazas, amarillas o azules, ocres o negras, preguntándonos si tal vez nuestra elección había sido equivocada. Al menos yo miraba el líquido marrón en el fondo de la taza como preguntándome por las desgracias que me deparaba el futuro o por los inevitables errores del pasado.

Cuando ya nos poníamos los abrigos y nos amarrábamos al cuello las bufandas para salir al frío de la noche alguien le puso la mano en el hombro a la anfitriona y le dijo algo en francés que no entendí. Ella me miró con una especie de asombro y construyó para mí una sonrisa amable o, más bien, condescendiente. No me hagas caso, le dije, adivinando que hablaban de mis impertinencias. Siempre hablo más de la cuenta, murmuré mientras le daba los dos besos de despedida que se acostumbran aquí. No te preocupes, me dijo en un susurro, con la misma sonrisa. Mis padres murieron hace tiempo.
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jueves, 16 de agosto de 2012

Reciclaje




La mujer está parada en la acera y arma un cigarrillo con un papel cualquiera. Parece ser un pedazo de papel de revista o de periódico. Desde donde estoy mirándola se ve claramente que no es papel de cigarrillos, porque tiene letras y números y colores apagados. La miro desde el piso de arriba de un autobús detenido en el tráfico. La ciudad está llena de turistas y una vez más han cambiado el flujo de las calles, el tiempo de los semáforos, los cruces de peatones, porque el festival pone todo patas arriba cada agosto. Por eso el autobús está detenido en la calle y yo puedo mirar desde arriba a esta mujer que arma con parsimonia un cigarrillo.

Sin hacer mucho esfuerzo puedo ver el borde negro de sus uñas, las manchas amarillas de nicotina en los dedos. No creo estar imaginando el leve temblor en las manos, aunque se lo atribuyo a una ráfaga de viento helado. La mujer está cubierta apenas por una franelilla de tela muy delgada que deja afuera los brazos pálidos. Lleva jeans apretados, creo. Pero no es su ropa lo que en realidad me llama la atención, sino su pelo recogido en apretadas trenzas que le cruzan el cráneo y que desde arriba se ven como cadenas montañosas de un mapa fantástico.

El autobús avanza medio metro, haciendo un chillido de impaciencia, y por un rato dejo de mirar a la mujer y me concentro en el libro que estoy leyendo en el iPod. Leo un cuento sobre un exiliado que regresa a Bulgaria, su lugar de origen, a encontrarse con una culpa vieja. Me concentro por un rato en el final de la historia, trato de no elegir ningún lado porque cada personaje parece tener un buen motivo para hacer lo que está haciendo. Cuando llego a la última línea vuelvo a mirar hacia afuera. La mujer sigue armando su cigarro y el autobús no se ha movido ni un milímetro.

Entonces la veo agacharse a recoger algo del piso. Con sus dedos amarillos deshace la colilla que acaba de escoger del montón que se esparce alrededor de un basurero. Hay por lo menos cincuenta cigarros apagados en el piso. Sus largos varían desde casi medio cigarrillo hasta colillas que fueron apagadas más allá del filtro y apenas abultan contra la acera. La mujer se agacha otra vez. Su cigarro está casi completo pero parece necesitar una pizca más de tabaco. Hace malabarismos para que el viento no se lleve las diminutas hojas que ha acumulado con tanto esmero.

Cuando sus dedos sienten el grosor necesario, calculado a base de una práctica que seguramente lleva años, la mujer pasa la lengua por el borde del papel y cierra con un movimiento experto el pitillo. Entorcha uno de los lados primero y luego apenas el otro. Se pone el cigarrillo en la boca y se palpa los bolsillos del apretado pantalón. Antes de que el autobús arranque la veo pedir fuego a un hombre que pasa, con un gesto tal vez reconocible en el mundo entero.
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Soy escritora y traductora. Venezolana de origen. Británica por adopción. Vivo en Edimburgo. Leo y escribo.